Una historia
Publiqué algún trocito hace más o menos un año... Ahora aqui la volveis a tener, quizás pueda alargarla más... Como siempre, si quereis ayudar, podeis hacerlo ;)
Besitos y abrazos para todos!
“Perdona, ¿está ocupada esta silla?”
Una frase vulgar, mil veces dicha durante una noche de fin de semana, normalmente sin mayor recompensa que la ansiada silla.
Sin embargo, en este caso, esta frase tan simple me permitió mirar durante unos breves segundos a la chica de la que caería enamorado casi instantáneamente.
A partir de aquel momento, pasé toda la noche buscando su mirada entre la gente, imaginando que alguna de sus miradas iban dirigidas hacia mi.
No sé como escribir, los recuerdos de aquella noche vuelven a mi cabeza a borbotones y sin ningún orden cronológico. Supongo que como en todas las cosas lo mejor es empezar por el principio.
El verano tocaba a su fin, pero como siempre aún quedaban fiestas en algunos pueblos. La casualidad, el azar o el aburrimiento nos llevó a salir aquella noche.
Cuando llegamos, fue casi una odisea, poder aparcar el coche, estaba hasta los topes de gente; y eso nos encantaba, cuanta más gente mejor.
Después de conseguir aparcar el coche, dimos una vuelta por la feria; típico de cuando en el grupo se lleva a alguna mujer, sin que ninguna chica se sienta ofendida, aunque en nuestro caso no llevábamos a ninguna.
Por fin, llegamos a nuestro principal objetivo, la terraza de una sidrería.
Era enorme y estaba hasta los topes. Milagrosamente encontramos una pequeña mesa en una esquina, no era muy grande pero conseguimos meternos las cuatro personas, que íbamos en ella. Por desgracia, no todo iban a ser rosas, faltaba una silla y como siempre soy el último para todo, pues me tocó mendigar una.
Ojeé a mi alrededor, buscando una presa fácil; justo al lado nuestro había un grupo de chicas, eran cuatro, y pude comprobar que les sobraba una silla; cansado de estar de pie me dirigí hacia ellas, y dije la frase que me mantiene sumido en la melancolía constante del recuerdo.
“Perdona, ¿está ocupada esta silla?”
En ese instante, unos ojos que me hicieron olvidar cualquier problema, se posaron en mi.
“No, puedes cogerla.”
“Gracias.”
Me aparté de ellas; había ganado una silla y había perdido el corazón en el enbite. Volví, tranquilamente, con mis colegas. Enseguida volaron las preguntas.
“¿Cómo se llaman? ¿Están buenas? ¿Tienen novio?”
Me quedé como asustado ante tal bombardeo de preguntas, ni siquiera había podido sentarme. Supongo que debido a la cara de panoli que puse, la mesa entera estalló en risas.
“¿Estás bien?”
“Baja tío, vuelve con nosotros.”
Al final tras unos segundos de incertidumbre, conseguí volver a la tierra.
“Que os den. ¿Bebemos sidra?”
La pregunta sobraba pero no me apetecía que la inquisición, personificada en mis colegas, me siguiera bombardeando a preguntas. Así que me dirigí a la barra para pedir, como de costumbre, la reglamentaria caja de sidra.
La verdad acabo siempre hasta las narices de la sidra, soy el único que carece de total vergüenza para escanciar en público, ninguno de los demás se atreve.
Cuando regresé a la mesa, me quedé atónito; las chicas de la mesa de al lado, a las que les robé la silla, estaban sentadas entre nosotros. Tal vez mi cara necesitaba explicación, pues solícitamente y sin que de mi boca saliera una sílaba, uno de mis colegas me comentó.
“No saben echar sidra, son valencianas.”
No necesitaba saber más, me puse manos a la obra y comencé la ronda de culetes. Me hizo mucha gracia ver como ellas se atragantaban por culpa de las burbujas. Mis colegas enseguida se empezaron a reír como bestias, en cambio yo opté por una leve sonrisa, pues lo que les pasaba a ellas, me solía pasar a mi a menudo.
Cuando por fin terminé la ronda, me dejé caer en la silla, aún no me había percatado de que la chica, de cuyos ojos me había prendado, estaba sentada a mi lado.
“¡Desagradable!”
El grito me hizo pegar un salto en la silla, mientras toda la mesa volvía a reírse a mi costa.
“¿No quieres qué te las presentemos?”
No muy convencido, asentí, casi mecánicamente.
“Te presento a Mónica, Cristina, Ángeles y Natalia. Chicas, el es Antonio, Toni para los colegas.”
“Encantado.”
Recorrí la mesa en busca de las mejillas de las cuatro chicas, para depositar en ellas los dos besos de cortesía. A la última que se los dí, fue a la chica que estaba sentada a mi lado, Natalia. Acabé el trabajo y me dejé caer en la silla. Estaba anocheciendo, y la terraza miraba al mar, lo cual dejaba una vista impresionante para disfrutar de ella.
Me sumí en mis pensamientos, mientras el sol, poco a poco, se hundía en el mar.
Había contemplado muchos anocheceres como aquel al lado de la chica que me traía loco, pero siempre habían sido separados por otro chico, su novio, o su conquista de la noche; nunca lo habíamos pasado juntos, cómo a mi me hubiese gustado.
La melancolía comenzó a embargarme. Hacía meses que no la veía, no sabía nada de ella, lo único que sabía era que volvía a tener novio.
Habíamos discutido por una tontería; la verdad parecíamos una pareja, por lo estúpido de la discusión. Ella se enfadó, yo dije cosas de las que me arrepiento profundamente y se fue. Así de sencillo, se fue.
Nunca fui ningún valiente, así que no me atreví a llamarla, había sido un imbécil, había perdido a mi mejor amiga y a la chica de mis sueños en un arranque infantil de celos.
De repente una voz me sacó de mi mundo y me devolvió a la realidad.
“Una puesta de sol preciosa.”
Era Natalia, la que intentaba mantener una conversación conmigo, ya que los demás enseguida se habían juntado por parejas. “Tu si que eres preciosa” pensé para mi.
“Gracias.”
El comentario me extrañó, pero al levantar los ojos hacía ella, me percaté de que estaba poniéndose colorada. Entonces me di cuenta de que el comentario lo había realizado en voz alta. Al comprender mi torpeza, empecé a ponerme nervioso.
“Lo siento.”
“No te preocupes, nadie lo ha oído, salvo yo.”
Me sentí un poco más tranquilo. Mis colegas estaban empeñados en buscarme una sustituta para ella, pero yo no me daba por vencido, en lo más hondo de mi, sabía que tenían razón; sin embargo, quería creer que sería ella la que me llamaría para hablar.
“Es un pueblo muy bonito.”
La voz de Natalia me sacó, nuevamente, de mis pensamientos. Para no parecer grosero ni antipático, seguí la conversación.
“¿Lo conoces?”
“No. Hemos venido directamente aquí.”
“¿Ni siquiera habéis visto los puestos de la feria?”
“¡Que va!”
No me puedo imaginar que cara pondría, pero Natalia se echó a reír. Fue en aquel mismo momento, en el que me olvidé de todos mis problemas, y en el que decidí pensar solamente en pasarlo bien.
“¿Quieres dar un paseo? Así me enseñas el pueblo.”
“Acepto encantado, aunque no soy de por aquí.”
“Me da igual, yo tampoco.”
Besitos y abrazos para todos!
“Perdona, ¿está ocupada esta silla?”
Una frase vulgar, mil veces dicha durante una noche de fin de semana, normalmente sin mayor recompensa que la ansiada silla.
Sin embargo, en este caso, esta frase tan simple me permitió mirar durante unos breves segundos a la chica de la que caería enamorado casi instantáneamente.
A partir de aquel momento, pasé toda la noche buscando su mirada entre la gente, imaginando que alguna de sus miradas iban dirigidas hacia mi.
No sé como escribir, los recuerdos de aquella noche vuelven a mi cabeza a borbotones y sin ningún orden cronológico. Supongo que como en todas las cosas lo mejor es empezar por el principio.
El verano tocaba a su fin, pero como siempre aún quedaban fiestas en algunos pueblos. La casualidad, el azar o el aburrimiento nos llevó a salir aquella noche.
Cuando llegamos, fue casi una odisea, poder aparcar el coche, estaba hasta los topes de gente; y eso nos encantaba, cuanta más gente mejor.
Después de conseguir aparcar el coche, dimos una vuelta por la feria; típico de cuando en el grupo se lleva a alguna mujer, sin que ninguna chica se sienta ofendida, aunque en nuestro caso no llevábamos a ninguna.
Por fin, llegamos a nuestro principal objetivo, la terraza de una sidrería.
Era enorme y estaba hasta los topes. Milagrosamente encontramos una pequeña mesa en una esquina, no era muy grande pero conseguimos meternos las cuatro personas, que íbamos en ella. Por desgracia, no todo iban a ser rosas, faltaba una silla y como siempre soy el último para todo, pues me tocó mendigar una.
Ojeé a mi alrededor, buscando una presa fácil; justo al lado nuestro había un grupo de chicas, eran cuatro, y pude comprobar que les sobraba una silla; cansado de estar de pie me dirigí hacia ellas, y dije la frase que me mantiene sumido en la melancolía constante del recuerdo.
“Perdona, ¿está ocupada esta silla?”
En ese instante, unos ojos que me hicieron olvidar cualquier problema, se posaron en mi.
“No, puedes cogerla.”
“Gracias.”
Me aparté de ellas; había ganado una silla y había perdido el corazón en el enbite. Volví, tranquilamente, con mis colegas. Enseguida volaron las preguntas.
“¿Cómo se llaman? ¿Están buenas? ¿Tienen novio?”
Me quedé como asustado ante tal bombardeo de preguntas, ni siquiera había podido sentarme. Supongo que debido a la cara de panoli que puse, la mesa entera estalló en risas.
“¿Estás bien?”
“Baja tío, vuelve con nosotros.”
Al final tras unos segundos de incertidumbre, conseguí volver a la tierra.
“Que os den. ¿Bebemos sidra?”
La pregunta sobraba pero no me apetecía que la inquisición, personificada en mis colegas, me siguiera bombardeando a preguntas. Así que me dirigí a la barra para pedir, como de costumbre, la reglamentaria caja de sidra.
La verdad acabo siempre hasta las narices de la sidra, soy el único que carece de total vergüenza para escanciar en público, ninguno de los demás se atreve.
Cuando regresé a la mesa, me quedé atónito; las chicas de la mesa de al lado, a las que les robé la silla, estaban sentadas entre nosotros. Tal vez mi cara necesitaba explicación, pues solícitamente y sin que de mi boca saliera una sílaba, uno de mis colegas me comentó.
“No saben echar sidra, son valencianas.”
No necesitaba saber más, me puse manos a la obra y comencé la ronda de culetes. Me hizo mucha gracia ver como ellas se atragantaban por culpa de las burbujas. Mis colegas enseguida se empezaron a reír como bestias, en cambio yo opté por una leve sonrisa, pues lo que les pasaba a ellas, me solía pasar a mi a menudo.
Cuando por fin terminé la ronda, me dejé caer en la silla, aún no me había percatado de que la chica, de cuyos ojos me había prendado, estaba sentada a mi lado.
“¡Desagradable!”
El grito me hizo pegar un salto en la silla, mientras toda la mesa volvía a reírse a mi costa.
“¿No quieres qué te las presentemos?”
No muy convencido, asentí, casi mecánicamente.
“Te presento a Mónica, Cristina, Ángeles y Natalia. Chicas, el es Antonio, Toni para los colegas.”
“Encantado.”
Recorrí la mesa en busca de las mejillas de las cuatro chicas, para depositar en ellas los dos besos de cortesía. A la última que se los dí, fue a la chica que estaba sentada a mi lado, Natalia. Acabé el trabajo y me dejé caer en la silla. Estaba anocheciendo, y la terraza miraba al mar, lo cual dejaba una vista impresionante para disfrutar de ella.
Me sumí en mis pensamientos, mientras el sol, poco a poco, se hundía en el mar.
Había contemplado muchos anocheceres como aquel al lado de la chica que me traía loco, pero siempre habían sido separados por otro chico, su novio, o su conquista de la noche; nunca lo habíamos pasado juntos, cómo a mi me hubiese gustado.
La melancolía comenzó a embargarme. Hacía meses que no la veía, no sabía nada de ella, lo único que sabía era que volvía a tener novio.
Habíamos discutido por una tontería; la verdad parecíamos una pareja, por lo estúpido de la discusión. Ella se enfadó, yo dije cosas de las que me arrepiento profundamente y se fue. Así de sencillo, se fue.
Nunca fui ningún valiente, así que no me atreví a llamarla, había sido un imbécil, había perdido a mi mejor amiga y a la chica de mis sueños en un arranque infantil de celos.
De repente una voz me sacó de mi mundo y me devolvió a la realidad.
“Una puesta de sol preciosa.”
Era Natalia, la que intentaba mantener una conversación conmigo, ya que los demás enseguida se habían juntado por parejas. “Tu si que eres preciosa” pensé para mi.
“Gracias.”
El comentario me extrañó, pero al levantar los ojos hacía ella, me percaté de que estaba poniéndose colorada. Entonces me di cuenta de que el comentario lo había realizado en voz alta. Al comprender mi torpeza, empecé a ponerme nervioso.
“Lo siento.”
“No te preocupes, nadie lo ha oído, salvo yo.”
Me sentí un poco más tranquilo. Mis colegas estaban empeñados en buscarme una sustituta para ella, pero yo no me daba por vencido, en lo más hondo de mi, sabía que tenían razón; sin embargo, quería creer que sería ella la que me llamaría para hablar.
“Es un pueblo muy bonito.”
La voz de Natalia me sacó, nuevamente, de mis pensamientos. Para no parecer grosero ni antipático, seguí la conversación.
“¿Lo conoces?”
“No. Hemos venido directamente aquí.”
“¿Ni siquiera habéis visto los puestos de la feria?”
“¡Que va!”
No me puedo imaginar que cara pondría, pero Natalia se echó a reír. Fue en aquel mismo momento, en el que me olvidé de todos mis problemas, y en el que decidí pensar solamente en pasarlo bien.
“¿Quieres dar un paseo? Así me enseñas el pueblo.”
“Acepto encantado, aunque no soy de por aquí.”
“Me da igual, yo tampoco.”