AHÍ QUEDA ESO....

Una islita de las cosas que nunca se dirán...

Nombre:
Lugar: Asturias, Spain

sábado, junio 30, 2007

Cuento II

Aquí os dejo otro trocito, tal vez debería ser un poco más largo porque me voy de campamento todo el mes de Julio, pero no quería aburriros mucho y además, así tendreis un motivo para pasaros por esta vuestra casa, en agosto jejeje!!!
Sed felices y pasar buenas vacaciones de verano, los que podais jeje!! Besitos y abrazos.

La infancia de la pequeña Náyade transcurrió sin mayores sobresaltos, que los típicos accidentes de los niños pequeños. Creció mimada, tal vez en exceso, no sólo por sus padres sino por toda la gente de la corte, ya que a muy pronta edad, ya se dibujaba en la pequeña, la mujer que sería de adulta.
A pesar de los mimos, la princesa creció sola, casi sin amigas, que le duraban bien poco, ya que el hechizo siempre estaba presente y Náyade decía las cosas que sentía, sin pararse a pensar en las consecuencias, por ello, cuando empezó a hacerse mayor, se sentía sola y triste.
Sin embargo, se había convertido en una joven de adolescente, guapa e inteligente. La melena rubia le caía sobre los hombros en alegres tirabuzones; sus ojos verdes esmeralda eran vivos y denotaban el gran poder que su sangre real le confería.

Pero lo que llamaba la atención de su rostro, era sin lugar a dudas, su sonrisa. Amplia, radiante y un poco infantil; adornaba sin lugar a dudas el rostro más bello del reino.
Siendo pequeña, había enamorado a todos en la corte y ahora de mayor, dejaba tras ella una interminable lista de pretendientes.
Se podría creer que lo tenía todo, pero Náyade estaba sola, no tenía ninguna amiga y su única confidente, además de su madre, era la vieja curandera que siempre tenía un consejo o una palabra de ánimo cuando la necesitaba.

En su decimonoveno cumpleaños, el Rey celebró un gran banquete, como el que celebrara el día de su nacimiento, pero en esta ocasión, todos los reyes invitados acudieron al castillo con sus hijos, pensando que sería buena ocasión para intentar conquistar el corazón de la joven.
Todos y cada uno de los príncipes se arrodilló y besó la mano de la princesa, y tras el breve encuentro, todos caían irresistiblemente enamorados de la sonrisa de la joven.
El Rey, al ver el éxito que tenía su hija con los príncipes, los invitó a permanecer en el castillo un tiempo, para que intentaran ganarse el corazón de la princesa, que ya estaba en edad de casarse.
Esto no le hizo gracia a Náyade que, después del banquete, decidió hablar con su padre. Se acercó al dormitorio y llamó tímidamente a la puerta.
- ¿Quién es?
- Soy yo, padre.
- Pasa hija, pasa. No deberías ni haber picado.
- ¿Puedo hablar contigo o estás muy ocupado?
- No, cielo, tengo tiempo para hablar contigo que para eso soy el Rey.


Padre e hija se sonrieron y el Rey la invitó a sentarse. Después, le ofreció una tacita de té, cosa que hacía un tiempo que no compartían.
- Dime hija, ¿qué es lo que te preocupa?
- Verás padre… No sé cómo decírtelo sin que suene brusco y te enfades.
- No pasa nada, además creo que ya sé sobre lo que quieres hablarme.
- ¿Sí?
- Pues claro, tu madre acaba de echarme una bronca cariñosa. Creo que me deje llevar por mis ilusiones.
- Papá… Yo sólo venía a decirte que no me gusta lo de los príncipes…
- Y de eso te estaba yo hablando. Verás cielo, ahora no puedo echarme atrás. Así que intenta ser amable, sal a pasear cuando te lo pida alguno… No quiero forzarte a escoger a ninguno, pero quiero que al menos les des una oportunidad.
- ¿Seguro qué no me obligarás a escoger?
- Te lo prometo, pequeña.
- Entonces, les daré una oportunidad.


La princesa besó a su padre en la frente y salió de la habitación, encantada de tener un padre tan comprensivo.
Sin embargo, esa noche no durmió bien, la idea de verse rodeada y casi acosada por un enjambre de príncipes presuntuosos, no la dejó pegar ojo.

A la mañana siguiente, no bien había acabado de desayunar, un jovencito vestido de lacayo se presentó en su habitación.
- Discúlpeme señorita, pero traigo un mensaje de mi señor, el príncipe Rolan del reino del Norte.
- Dime lo que tengas que decirme…
- Mi señor la invita a dar un paseo matinal, dice que le agradaría contar con su compañía y que la espera a las doce en las caballerizas.
- Dile a tu señor que estaré encantada de acompañarle.


El joven hizo una reverencia y se fue. La princesa suspiró y se dejó caer en la butaca.
- ¿No os agrada Rolan pequeña?
Náyade no se sobresaltó, después de tantos años, se había acostumbrado a las apariciones de la vieja curandera.
- Sinceramente no. No me gustan los hombres con más pelo que un oso, además es tosco y desagradable y tengo miedo de que me aplaste con sus grandes manazas.
Hilda sonrió, conocía a la princesa y sabía que gracias al hechizo, todo eso se lo diría nada más verle; así que por lo bajo se apiadó del pobre príncipe Rolan.
- Daos prisa, el príncipe os espera. Y disfrutad del paseo niña.
Dicho esto, volvió a desaparecer, y la princesa corrió escaleras abajo en dirección a las caballerizas.

El paseo fue un auténtico desastre. El príncipe estaba muy nervioso y tartamudeaba demasiado, la princesa por su parte, se mostraba bastante distante aunque sin perder la compostura. Pero, cuando el príncipe echó mano de su lanza para ensartar una preciosa codorniz, todo el enfado de la princesa recayó sobre él. Le dijo cosas terribles, que es mejor no mencionar aquí. Pero para hacerse una idea, el príncipe Rolan partió para su reino esa misma tarde.
Tras el incidente con Rolan, los demás pretendientes se lo tomaron con más calma. Alguno desistió por completo y se fue sin haber podido hablar con la princesa.

Y cuando se corrió el rumor de que estaba hechizada, uno a uno los pretendientes huyeron del castillo, todos salvo el príncipe Lando, heredero del reino del Oeste, que quería por todos los medios conquistar a la princesa.
Era un joven valiente y apuesto, aunque poco decidido a la hora de hablar con las mujeres, pero una tarde, se decidió y pidió ver a la princesa.
Ésta se encontraba leyendo en uno de los jardines y no tuvo inconveniente en acceder a la solicitud del príncipe.
- Buenas tardes princesa.
- Buenas tardes milord.
- Me preguntaba si no le importaría cenar conmigo esta noche.
- Vaya, no se anda usted con rodeos ¿verdad?
- Siento parecer atrevido e incluso poco respetuoso, pero tuve que juntar mucho valor para hablaros y las palabras salen solas de mis labios.
- Quedáis disculpado. Por otra parte, si que me apetecería cenar con vos.
- No sabéis lo feliz que me hacéis, concediéndome este gran honor.
- ¿Puedo haceros una pregunta milord?
- La que vuestra majestad considere oportuna.
- ¿Por qué no habéis huido como el resto de los príncipes?
- Porque vuestra belleza eclipsa, incluso empequeñece a cualquier hechizo que haya caído sobre vos.


La princesa sonrió halagada, le gustaba el príncipe, no era un engreído como los que había conocido, pero aún así en el fondo de su corazón una vocecita le decía que no era lo que deseaba. Sin embargo, no le hizo caso y prefirió concentrarse en conocer al príncipe, por lo que le pidió que la disculpara y subió a cambiarse.

sábado, junio 16, 2007

Un cuento

Me sabe mal, tener que dejaros escuetos comentarios y en muchos casos, ni tan siquiera tengo tiempo para ello, así que me he metido de cabeza en el baúl de los papeles viejos y arrugados y he encontrado esto...
Lo escribí como regalo de cumpleaños, porque no se me ocurría que comprarle a la chica en cuestión, a ella le encantó, así que ahora como pequeño obsequio para ustedes, aquí os lo dejo...

Érase una vez que se era, en un país a la vuelta de la esquina, vivían un apuesto Rey y una hermosa Reina, en un inmenso y magnífico castillo.
Eran unos monarcas modelo y todos sus súbditos los adoraban; sin embargo, nunca la felicidad es completa, y a aquellos reyes les faltaba algo para que su dicha fuera completa: un hijo.
Mientras el Rey quería un niño para que le sucediera en el trono, la Reina prefería una niña y, por esa razón, ambos solían discutir cariñosamente. Pero, a pesar de las ganas, los días seguían pasando y ninguna cigüeña pasaba por el castillo, hasta que un día…
Una mañana el deseo de los Reyes se hizo realidad: una pequeña niña llegó a su vida.

Aquella mañana de principios de Abril, el castillo se despertó envuelto en un ajetreo nada común, todo eran prisas y nerviosismo. El Rey de pie, en el salón del trono daba órdenes y más órdenes. Primero a los mensajeros para que anunciaran la noticia, después a los cocineros para que prepararan el banquete y por último, a todos los mayordomos y damas de compañía para que engalanaran todo el castillo.
Nada más amanecer, una salva de fuegos artificiales lanzados desde la torre más alta del castillo, anunció a todo el reino la feliz noticia. Todos los súbditos, que deseaban una heredera tanto o más que los propios Reyes, estallaron de alegría; todo era risas y abrazos, incluso lágrimas de felicidad.

El Rey no perdió el tiempo, y antes de que el sol estuviera en lo más alto del cielo, ya cada habitante del reino tenía una invitación para el banquete que se celebraría aquella noche en el castillo y en el que todo el mundo podría contemplar a la recién nacida.
El resto de aquel maravilloso día, el reino quedó envuelto en una atmósfera muy rara: mezcla de excitación y nerviosismo, sazonada con una enorme felicidad. Y así lo encontraron los invitados de los reinos vecinos que empezaban a llegar para el banquete de la noche.
Y como ocurre la mayoría de las veces, el momento esperado llegó. Al final de aquel día, que para muchos había sido eterno, el sol decidió que ya era hora de irse a la cama, así que sin más aviso que un precioso atardecer, dejó su sitio en el cielo a su hermana la luna y sus sobrinas las estrellas.
En aquel momento, todos los súbditos se dirigieron al castillo, y fueron recibidos, uno a uno, por el Rey, que no cabía en sí mismo de felicidad y alegría.
Cuando todos los invitados hubieron tomado asiento; el Rey se levantó, extendió los brazos y comenzó a hablar. Su voz estaba henchida de felicidad y orgullo.

“Amigos míos: reyes, príncipes, y mis queridos súbditos, a todos vosotros os doy la bienvenida a mi humilde castillo.
No voy a hablaros como un rey, sino y si me lo permiten, les hablaré desde la familiaridad, con afecto y cariño, como padre que ahora soy.
Fueron meses duros, esperando esa bendición que tanto anhelaba, pero finalmente, el cielo me la concedió y esta madrugada, nos bendijo a mí y a mi querida esposa con una preciosa niña, a la que llamaremos Náyade, en honor a la madre de mi esposa.
Podrán contemplar a la princesa en unos instantes, pero antes, sólo quiero pedirles un favor, mantengan el silencio, pues a fin de cuentas se trata tan solo de un bebé.
Ahora sólo me queda desearles que pasen una feliz velada y que disfruten de este maravilloso día.”


Tras estas palabras, el Rey se sentó y todo el salón estalló en un fuerte aplauso y en numerosos vítores:
“¡Viva el Rey! ¡Viva la Reina! ¡Viva la pequeña princesa Náyade!”
Sin embargo, cuando la puerta del gran salón se abrió y un mayordomo anunció que se acercaba la Reina, la sala entera enmudeció como por arte de magia.
La Reina, con una sonrisa de felicidad tatuada en la cara, se dirigió hacia el lugar que ocupaba su marido, con la pequeña princesa en los brazos, a la cual depositó en una cuna, de oro y piedras preciosas.
A continuación y poco a poco, todos los invitados desfilaron por delante de la cuna, musitando bendiciones y deseos para la pequeña princesa, que los observaba con ojillos curiosos desde su cuna.
La pequeña princesa aguantó sin llorar hasta que el último invitado hubo pasado por delante de su cuna, después, ya cansada de tanta cara desconocida, empezó a sollozar. La Reina la cogió en brazos y musitándole una nana al oído se la llevó a sus aposentos.
En el salón, la marcha de la Reina dio paso a la fiesta, la música empezó a sonar y los mayordomos empezaron a servir el banquete.
El Rey aguantó como buen anfitrión hasta que todo el mundo acabó de cenar; después se excusó y siguió el camino que horas antes usase su mujer. Antes de irse, agradeció a todos los reyes vecinos su presencia y sus muestras de amistad.

Cuando el Rey llegó a su dormitorio, una anciana envuelta en una vieja capa color azul se encontraba esperándolo al pie de la puerta.
A pesar de la capa, el Rey reconoció la figura familiar de Hilda, la curandera del reino. Aunque muchos lo desconocían, Hilda pertenecía a una familia muy antigua de magos, por lo que ella también era una de ellos, o sea, una bruja, pero de las buenas.
- ¿Lleváis mucho esperando?
- No, señor, acabo de llegar.
- No hace falta que guardes las formas conmigo, mi querida Hilda.


Rey y curandera se abrazaron. En los años de juventud del Rey, Hilda había curado en muchísimas ocasiones las heridas de aquel joven alocado que años más tarde sería el rey; y con el paso de los años, entre ambos se había forjado una especie de veneración mutua.
- Pasa, Hilda. ¿Aún no has visto a la pequeña?
- No, su madre la estaba durmiendo y no quise molestarlas.
- Sígueme.
El Rey empujó las puertas y entró en la habitación acompañado por la anciana.
La Reina levantó la cabeza y se incorporó un poco en la cama, junto a ella, descansaba la pequeña princesa.
- Buenas noches, majestad.
- Buenas noches Hilda.
- Buenas noches querida.

El Rey se acercó a su esposa y la besó en la mejilla, después se inclinó sobre su hija, la besó en la frente y le habló al oído.
“Mira Nayi, esa señora cuidará de ti. Se llama Hilda y será tu madrina. Ella te protegerá siempre que lo necesites y que nosotros no podamos.”

La anciana con el rostro emocionado, se acercó hacia la pequeña.
“Eres adorable mi pequeña. Hoy cómo madrina tuya que soy, voy a darte mi primer regalo.”

De entre los pliegos de la capa, la anciana sacó una pequeña botellita que contenía un líquido de color morado, la abrió y echó unas gotas sobre la frente de la pequeña.
“Este filtro te ayudará a crecer sana y fuerte, pero no sólo eso, sino que es algo mucho más especial.
Este filtro te dará una belleza y una inteligencia sin igual, tan grandes serán estos dones, que ningún mortal habrá visto jamás algo semejante.”


Nada más concluir estas palabras, de la frente de la pequeña salió una nubecita de color lila. Los reyes, abrazados, contemplaban con orgullo la escena, sin embargo, al ver el semblante de la anciana, se estremecieron.
Hilda había dejado caer la botellita, que se había desecho en mil pedazos contra el suelo. Fue incapaz de hablar durante unos instantes, pero al fin, suspiró aliviada.
- ¿Qué ha pasado Hilda?

La Reina estaba nerviosa, no se esperaba una reacción así de la anciana.
- Nada, no te preocupes, sólo que creo que me he pasado con las rodajitas de piedra de la verdad.
- ¿Y eso qué significa?
- Que la princesa será muy, muy sincera. Será incapaz de mentir y dirá siempre lo que le pase por la cabeza.


Los reyes la miraron horrorizados, no se imaginaban cómo sería la vida de la princesa con semejante hechizo.
- No os preocupéis, todo se arreglará cuando se enamore y reciba el primer beso de amor verdadero. En ese momento, el poder del filtro dejará de tener efecto sobre ella.

La anciana se inclinó y se dirigió a la puerta. Antes de irse echó una rápida mirada a la pequeña princesa y le deseo toda la felicidad del mundo, después desapareció.
Los reyes se abrazaron en silencio, la Reina aún nerviosa, sollozaba sobre el hombro de su marido que intentaba calmarla sin conseguirlo.
- No llores cariño, de todas maneras no es nada grave.
- Ya pero…
- No te preocupes, Hilda nunca pondría en peligro a nuestra pequeña.
- Lo sé, pero aún así, ¿cómo será su vida?
- Tranquilízate, eso lo veremos en los próximos años, ¿no te parece?
- Sí… tienes razón.


Se besaron repetidas veces; el día había sido agotador y poco a poco ambos lo fueron notando. El sueño los alcanzó, dejándolos dormidos y abrazados al lado de su pequeña niña.

Continuará....

miércoles, junio 13, 2007

Telegrama

Disculpen mi ausencia. stop. Estoy sin ordenador. stop. Hasta arriba de exámenes. stop. Con ganas de poder pasarme por vuestros blogs. stop. Y con la vista de un mes de julio de campamento. stop.

Sean felices...